“Señor, Dios nuestro, que por medio de tu Hijo has hecho brillar la luz eterna de tu divinidad ante todas las naciones, has que tu pueblo descubra plenamente el misterio de Cristo, su redentor, para que, en virtud de este misterio, pueda llegar a gozar de aquella luz que no tiene ocaso. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
En aquel tiempo, al desembarcar Jesús, vio una numerosa multitud que lo estaba esperando, y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.
Su fama se extendió por toda Siria y le llevaban a todos los aquejados por diversas enfermedades y dolencias, a los poseídos, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes muchedumbres venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania.
Señor Jesucristo, eres la gran luz que sigo y quiero seguir, con toda mi fe puesta en ti ayúdame a ser un verdadero cristiano y proclamar y poner en acción la Buena Nueva en mi Galilea, empezando por mí mismo, mi familia, mis hermanos, todos los necesitados y donde el Espíritu Santo quiera llevarme. Quiero ser tu instrumento, ayúdame a que así sea. Amen.
¿Cómo hacemos para que Jesús sea, primero, nuestro Mesías, nuestro salvador; segundo, que sea el Centro de nuestra vida; y tercero, ¿cómo hacemos para que por medio de su Encarnación vivamos día tras día la participación de Dios, que es lo que tanto anhelamos como cristianos.
En aquel tiempo, los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre. Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados. María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.